Habitualmente nos centramos en trabajar la esencia de nuestro producto o servicio, el máximo exponente de su valor de cara a nuestros consumidores. En parte, es por su esencia por lo que nuestros clientes lo compran. Sin embargo, trabajar desde este punto de vista, a menudo nos hace perder perspectiva sobre la situación del mercado, y es que, a fin de cuentas, muy pocos hoy en día son los productos que gozan de una exclusividad tal que pueden permitirse olvidar a la competencia. Para el resto, existen infinidad de opciones y posibilidades que compiten con la nuestra en la mente de nuestro consumidor.
Diferenciarse del resto, por tanto, es la única manera de incrementar nuestro impacto sobre el usuario, de forma que el deseo que despertamos en su interior sea lo suficientemente fuerte como para incitarlo a elegirnos a nosotros, por lo que debemos buscar la forma de incrementar el valor percibido de nuestro producto por parte de nuestros clientes.
Para lograr esa diferenciación, podemos invertir buena parte de nuestros recursos en intentar mejorar nuestro producto, lo que sin duda en primera instancia puede ser la mejor idea. Sin embargo, lo que a priori parece tan sencillo, a menudo no resulta tan fácil, dado que es bastante frecuente encontrarse con que nuestro producto ya ha alcanzado el máximo nivel de optimización posible actualmente, bien sea por nuestros recursos tecnológicos o económicos, o bien porque en el proceso podemos perder precisamente esa esencia por la que lo adquieren sus consumidores.
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